viernes, 24 de mayo de 2013

Comunicación 2.0: ¿Condicionamiento o elección?


Por Gabriel Sánchez Sorondo

Apenas cumplido un siglo del nacimiento del filósofo Herbert Marshall McLuhan, resulta oportuno repasar un concepto de su autoría que cambió el abordaje académico respecto de la comunicación. Nos referimos al que decía “El medio es el mensaje”, que cobra hoy una dramática actualidad.




La reflexión sobre medio y mensaje de McLuhan (dé­cada del 60) fue, en su momento, enorme y visiona­ria. Emergía, además, en el marco de una vasta teo­ría comunicacional en la cual se inscriben otros hallazgos. El mismo autor mencionó por primera vez la hoy trillada idea de “aldea global” o “globalización”.
Pero, ¿de qué medios hablaba McLuhan? ¿Resulta aplicable este concepto a las tecnologías que sobrevinieron, tras su muerte, en los años ´80? La respuesta parece obvia: no sólo resulta aplicable aquella consideración a las nuevas tecno­logías, sino que éstas parecieran haber sido diseñadas para reforzar la célebre frase del filósofo canadiense.
En efecto, como nunca antes, nos encontramos ante una mul­tiplicación de flamantes medios, que, sin duda alguna, son intrínsecamente un mensaje y desde luego afectan ya no sólo a la comunicación, sino al lenguaje propiamente dicho. Inclu­yendo, claro está, códigos, sobreentendidos, simplificaciones, falencias y malentendidos.
El protocolo de la ignorancia
A medida que se expande una tecnología cada día más accesi­ble económica y metodológicamente, pone a los rezagados al borde de cierto abismo social: la frase “¿Cómo que no tenés e-mail?” tiende a ser casi una acusación. Si hace apenas 40 años no tener un número de teléfono propio podía ser una dificultad aunque no una razón para quedar fuera del sistema, hoy no tener teléfono fijo, ni e-mail, ni celular equivale a haber elegido ser un outsider. Ahora bien: si, en cambio, elegimos tener celu­lar, e-mail, facebook y hasta twitter, debemos acomodarnos a sus reglas: por twitter, no escribir más de 140 caracteres. Por e-mail, aprender a interpretar las “caritas” (emoticones) que manifiestan sonrisa, decepción o enojo. Por mensajes de texto en el celular, prescindir de las tildes o decodificar abreviaturas y otros clichés que suelen empobrecer el lenguaje, según su­cede en los servicios telefónicos. O, incluso, adscribir a las op­ciones automáticas de mensaje que anticipa el menú cuando apenas empezamos a escribir las primeras letras.
Así, si pusimos “te qu…”, la afable inteligencia del llamado “teclado predictivo” propondrá “te quiero mucho”, etcétera. ¿Alguien podría pensar, a la luz del escenario descrito, que la llamada comunicación 2.0 refuerza más que nunca antes (y mucho más que cuando McLuhan lo dijo) que el medio es el mensaje? Algunos objetarán que no estamos hablando estric­tamente de medios sino de soportes, pero, en definitiva, habla­mos de una misma genética tecnológica que “nos ofrece” qué decir, qué comunicar y, en suma, qué opinar.
Ahora bien: ¿es válido decir que los nuevos soportes me­diáticos nos condicionan? ¿O quizás deberíamos considerar que el promedio de la gente no tiene mucho más para decir que aquello que admiten los benditos 140 caracteres? En el caso del e-mail, podríamos también plantearnos que sólo los redactores profesionales están entrenados para expresar en palabras una alegría sin necesidad de recurrir a las “caritas” o al primitivo y explícito “jaja” que hoy solemos leer en la pan­talla cuando el remitente quiere denotar un tono jocoso y no se le ocurre otra manera de hacerlo. Olvidamos que existe la ironía, el absurdo, el contexto y la amplísima gama de recur­sos estilísticos que el idioma español ofrece para expresar algo cercano a una risa. Olvidamos que nuestros tatarabuelos también tenían sentido del humor y escribían cartas donde lo transmitían sin necesidad de caligrafiar “jaja”.
La descripción anterior nos habla de cierto jibarismo po­pularizado, que se refleja, consecuentemente, en la oferta de emoticones prediseñados para disolver el conflicto de tener que expresar algo por escrito. En cuanto a los men­sajes telefónicos de texto, está claro que muy pocos saben adónde van las tildes y que lo más sencillo es blindarse tras la imposibilidad técnica del celular o la excusa de la palabra abreviada, en cuyo marco no tenemos que preocuparnos por la ortografía y quedar como unos burros.
Volviendo entonces a la pregunta inicial, todo parecería indicar que los soportes de la comunicación se han acotado a lo poco que tenemos para decirnos (tweets) y a la ignorancia en materia expresiva y ortográfica (e-mails, mensajes telefónicos, chat…).
Ello no es culpa de la tecnología: ella cometió el único pecado de acomodarse a la pobreza comunicacional de los humanos.
¿Resulta muy pesimista este panorama? No tanto…
La comunicación del siglo XXI como conflicto
La reflexión precedente nos deriva a otro celebrado texto del siglo pasado, que, también previamente a la “Comunicación 2.0”, ya consignaba dos grupos antagónicos: apocalípticos e integrados. Aplicando dichas categorías, Umberto Eco tituló un libro publicado en 1965, según el cual quien suscribe estas líneas pertenecería al primer bando. Pero, tal como anticipa­mos, no es tan así. Pues, sin objetar la inteligencia de McLuhan y su brillante análisis de los medios, ni cuestionar la lucidez fenomenal de Eco, uno podría decir –a la luz de los tiempos actuales– lo siguiente: el apocalíptico, si es inteligente, pue­de colar su disconformidad y su búsqueda de transformación dentro de la mismísima red de medios globales, aprovechan­do la famosa “viralidad” de las redes sociales. Dicho de otro modo: en un mundo de semianalfabetos que se expresan con faltas ortográficas y se ven favorecidos por los 140 caracteres (más allá de los cuales no tendrían nada que decir), el escritor, el intelectual, el hombre pensante, el que sí tiene algo para decir, es rey. Porque dispone del poder de la palabra, del poder de la síntesis, del poder de la idea… Y a partir de entonces, los 140 caracteres serán un límite para los demás; no para él.
Así, la poderosa inteligencia artificial, como la encarnada en la ya antigua HAL 9000 de 2001 Odisea del espacio (film em­blemático de Stanley Kubrick, estrenado en 1968), no es tan poderosa y alberga, en sí, los medios para romper el condicio­namiento que ella misma nos impone.
La tecnología comunicacional como herramienta de transformación
En suma, y apostando a la inteligencia del usuario selectivo –no al mero consumidor, porque este comerá cartón cuando la publicidad masiva le asegure que el cartón es nutritivo–, el medio, el soporte y la tecnología siguen siendo herramientas de extraordinario aprovechamiento para múltiples fines. Y lo son más que nunca; mucho más de lo que McLuhan, Eco o Ku­brick pudiesen haber imaginado en sus brillantes conjeturas anticipatorias. Quien hoy tenga algo para divulgar, encontrará –tecnología mediante– un poderoso amplificador de sus ideas en la propia capacidad de viralización que ofrece, por ejemplo twitter. Es decir, en la posibilidad (estrictamente tecnológica y, por ello, aprovechada por la publicidad de punta actual) de “contagiar” un mensaje a miles de usuarios simultáneamente y que en menos de un segundo, cada uno de esos miles de usuarios, a su vez, lo contagien a otros miles.
Es cierto que el volumen de mensajes en danza genera, como contrapartida, el riesgo de que la aguja transforma­dora quede oculta en un pajar y, en consecuencia, no hilvane sentido. Esa es la confrontación subyacente e irresuelta que hoy se está dirimiendo.
Así, “el medio” del siglo XXI nos confronta con una paradoja interesante: si bien es más mcluhiano que nunca, a la vez aloja en lo profundo de su dinámica la posibilidad de ser invadido por la contracultura de las ideas, de la reflexión, de la inteli­gencia y de todo aquello que, aunque aún resulta minoría en las redes sociales, tiende a crecer y a expandirse en beneficio de muchos. La batalla es desigual cuando el mensaje “infil­trado” individual busca proyectarse en el mar de botellas que no dicen nada o que nos dicen que comamos cartón porque es muy sano. Pero, desde el libro al blog siempre habrá indivi­duos transformadores y mensajes que superen su medio, que lo desborden, que dejen claro qué cosa es una herramienta y qué otra cosa es la mano del hombre.

Originalmente publicado en la revista de Asociación Profesional de Medios.

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